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Mensaje del Obispo para la Semana Santa 2018

¿Quién es este?

 

Queridos diocesanos:

De nuevo la Semana Santa. Un año más la Iglesia nos invita a celebrar los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.

No solo a recordarlos o representarlos, sino a «celebrarlos», es decir, a participar con todo el corazón en una realidad que nos afecta personalmente y que, en este caso, es revivir el núcleo de la fe cristiana: «Cristo, por nosotros y por nuestra salvación, padeció, murió, fue sepultado y al tercer día resucitó, y por Él recibimos la redención, el perdón de los pecados».

En los diferentes actos que configuran nuestra Semana Santa, tanto en las celebraciones litúrgicas, como en las procesiones y otras manifestaciones de piedad, los cristianos damos gracias a Dios porque «no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn. 3,17). Con la celebración de la Semana Santa reconocemos y proclamamos que «Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5,9).

Cada uno de nosotros, como San Pablo, podemos decir: «Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero». Por eso, como él, también queremos proclamar: «Mi vida de ahora la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Gal. 2,21). Como decimos en un canto litúrgico: «Él es nuestra salvación, nuestra vida para siempre».

Semana Santa. Tiempo de grandes celebraciones para expresar nuestra fe, para fortalecerla y, también, para anunciarla a otros. Sí. Por naturaleza, somos discípulos misioneros de Jesucristo y no podemos menos que contar a otros lo que creemos. Nosotros con nuestra vida de fe, anunciamos a Cristo, invitamos a otros a conocerlo y a encontrarse con Él. Igual que hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene a través de otras personas, ahora nos toca a nosotros ser misioneros que presentan a Jesucristo a los demás.

Muchas personas que frecuentan nuestra Semana Santa como simples observadores, aun sin decirlo expresamente, se preguntan ¿Quién es este, que llevan en procesión, al que le hacen espléndidos monumentos y honran en solemnes celebraciones litúrgicas? A nosotros nos toca responder: «Este es Cristo, el Señor, que venció nuestra muerte con su resurrección».

¿Quién es este? Es la pregunta que se hicieron muchos en la vida histórica de Jesús. Veían en Él un hombre como otros, sin embargo, sus palabras, su comportamiento, sus milagros…, les hacían preguntarse: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?» (Mt. 8,27); «¿Quién es este, que hasta perdona pecados?» (Luc. 7, 49). Ante su persona la gente decía: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen» (Mc. 1, 27).

Incluso Jesús preguntó a sus discípulos, «Vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt. 16, 15-16). Y Jesús felicitó a Pedro por haber recibido de Dios el don de la fe. Esta convicción, de que Jesús es el Hijo de Dios, no fue aceptada por todos. De hecho, esta afirmación fue la causa por la que Jesús fue condenado a muerte: «Preguntó el sumo sacerdote: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Dios? Jesús contestó: Yo soy. El sumo sacerdote, rasgándose las vestiduras, dice: ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece? Y todos lo declararon reo de muerte» (Mc. 14, 60-64).  No deja de ser llamativo que luego, al morir Jesús, «el centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc. 15,39)..

Lo sabían todo sobre Jesús, sin embargo, les faltaba lo más importante, creer en Él y fiarse de sus palabras. Nosotros, en cambio, por la gracia de Dios hemos conocido y creído. Nuestra fe es como la de Marta, a la que Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto? Ella le contestó: Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn. 11, 25-27).  Como San Pedro, nosotros creemos que Jesús es el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Él nació, murió y resucitó por nosotros; Él es el centro de la historia y del mundo; Él es aquél que nos conoce y nos ama; Él es el compañero y amigo de nuestra vida; Él es el hombre de dolor y esperanza.

¿Quién es este? «Éste es Cristo, el Señor», respondemos los cristianos. Ahora, con los actos de la Semana Santa, queremos profundizar, reavivar y manifestar ante el mundo nuestra fe en Jesús, el Hijo de Dios vivo. Ya, el Domingo de Ramos, la Iglesia nos invita a rezar un himno de la Liturgia de la Horas, que es como un pregón de lo que celebramos es la Semana Santa:

¿Quién es este que viene, recién atardecido,

cubierto por su sangre como varón que pisa los racimos?

Éste es Cristo, el Señor, que venció nuestra muerte con su resurrección.

¿Quién es este que vuelve, glorioso y malherido,

y, a precio de su muerte, compra la paz y libra a los cautivos?

Se durmió con los muertos, y reina entre los vivos;

no le venció la fosa, porque el Señor sostuvo a su elegido.

Anunciad a los pueblos lo que habéis visto y oído;

aclamad al que viene como la paz, bajo un clamor de olivos.

 

Sí. Anunciad lo que habéis visto y oído. Siguiendo el llamamiento del Papa Francisco, en nuestra Diócesis estamos en «salida misionera». Queremos secundar sus palabras: «Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (EG. 49). Él mismo, siendo todavía cardenal-arzobispo de Buenos Aires, escribía a sus diocesanos estas palabras que tienen plena actualidad entre nosotros:

«Os invito, pues, a que salgáis a las calles y acompañéis los pasos de Semana Santa, ¡es una forma de evangelizar! A través de la belleza plástica de las imágenes que reflejan instantes concretos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, ¡estamos evangelizando! Por medio de la participación activa y bien coordinada en las procesiones damos testimonio de nuestra fe, una fe que, imbricada en la cultura y en el arte de nuestros pueblos y ciudades, hace que nuestros conciudadanos se asomen al misterio redentor de un Dios que por amor a toda la humanidad, ¡a todos! se entregó en el Misterio redentor de la Cruz. Es necesario salir a las calles, porque también en y por ellas transcurren nuestras vidas y quehaceres cotidianos. También en medio de ellas tenemos que convertirnos en testigos vivos y valientes de un Cristo vivo».

Queridos Diocesanos: Les exhorto a buscar en estos días de Semana Santa tiempos para el recogimiento y la oración, a fin revivir nuestro encuentro con Cristo, que transforma nuestras vidas, si nosotros nos dejamos transformar por la eficacia de su poder redentor. Particularmente  les invito a reconciliarnos con Dios y con nuestros hermanos en el sacramento de la penitencia, mediante el cual, arrepentidos, reconocemos y confesamos nuestros pecados, y recibimos el perdón de Dios por el ministerio de los sacerdotes. Así, con un corazón limpio, podremos participar en la comunión del Cuerpo de Cristo y acrecentar nuestra vida cristiana.

Pidamos a Dios que nos ayude a vivir estos días con hondura, a beber más profundamente en este manantial de vida y gracia que es Cristo. A renovar nuestra vida cristiana personal y la de nuestras comunidades. Que nos impulse a ser mejores discípulos misioneros de aquel que «muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando nos dio nueva vida». Que nos llene de su Espíritu, para que firmes en la fe, alegres en la esperanza y ardientes en la caridad, con mayor verdad y entusiasmo, comuniquemos al mundo la alegría del Evangelio.

Es lo que deseo y pido a Dios que  nos conceda a todos.

 

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense

2016_papa_francisco

Mensajes del Papa para la Cuaresma

«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)

Queridos hermanos y hermanas:

Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.

Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12).

Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.

Los falsos profetas

Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?

Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.

Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.

Un corazón frío

Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo[2]; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?

Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos[3]. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.

También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.

El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4].

¿Qué podemos hacer?

Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.

El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos[5], para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.

El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?[6]

El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.

Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos.

El fuego de la Pascua

Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.

Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.

En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.

Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.

Vaticano, 1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos

Francisco

 


[1] Misal Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.

[2] «Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).

[3] «Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista» (Ángelus, 7 diciembre 2014).

[4] Núms. 76-109.

[5] Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 33.

[6] Cf. Pío XII, Enc. Fidei donum, III.

[7] Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.

2016_papa_francisco

Mensajes del Papa para la Cuaresma

«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)

Queridos hermanos y hermanas:

Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.

Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12).

Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.

Los falsos profetas

Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?

Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.

Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.

Un corazón frío

Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo[2]; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?

Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos[3]. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.

También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.

El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4].

¿Qué podemos hacer?

Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.

El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos[5], para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.

El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?[6]

El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.

Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos.

El fuego de la Pascua

Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.

Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.

En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.

Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.

Vaticano, 1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos

Francisco

 


[1] Misal Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.

[2] «Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).

[3] «Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista» (Ángelus, 7 diciembre 2014).

[4] Núms. 76-109.

[5] Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 33.

[6] Cf. Pío XII, Enc. Fidei donum, III.

[7] Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.