MENSAJE DEL OBISPO NIVARIENSE PARA LA PASCUA DE RESURRECCIÓN ‘2018
Hermanas y hermanos, amigos y amigas:
¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo vive!
Este es el anuncio que, con renovado entusiasmo, los discípulos de Cristo hacemos al mundo entero. A todos, creyentes o no, les decimos: Es la hora de la alegría porque el Señor Jesús ha resucitado y vive con nosotros para siempre.
El Evangelio nos cuenta lo que ocurrió en aquella mañana del primer día de la semana judía. En ese amanecer que siguió a la oscura noche del sábado, con Cristo en el sepulcro, unas buenas mujeres iban a completar el rito que, por falta de tiempo, no pudieron culminar el viernes anterior. Llevaban aromas y perfumes para ungir y perfumar el cuerpo de Jesús, del muerto. Pero un ángel las sorprende con una buena noticia: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6). Ellas se alegraron y corrieron a anunciarlo a los demás discípulos.
Ahora bien, esta buena noticia, no es sólo para alegrarnos por Jesús, que siendo inocente sufrió una pasión y una muerte ignominiosa, y que, con la resurrección, el Padre lo acreditó como su Hijo amado y puso en evidencia que su vida y su palabra son dignas de crédito. Por así decir, “el bueno ha acabado ganando y eso nos produce satisfacción”.
Pero, además, también nos alegramos por nosotros mismos, «porque en la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección hemos resucitado todos» (Prefacio de Pascua II). Su vida, su palabra, su muerte y resurrección tienen que ver nosotros. Toda su existencia es una llamada a escucharle, conocerle y seguirle, pues todo lo que hizo y dijo –desde el principio hasta el final- fue “por nosotros y por nuestra salvación”.
San Pablo, que experimentó en su propia persona la acción salvadora de Jesucristo, confiesa que en la vida no busca otra cosa que “conocerlo a él y la fuerza de su resurrección” (Filp. 3,10). En su Carta a los Romanos nos dejó una magnífica enseñanza de cómo llegamos a disfrutar de ese poder de la resurrección de Cristo, así como de las consecuencias que de ello se derivan para nuestra vida:
“Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado […] Consideraos, pues, muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Que el pecado no siga reinando en vuestro cuerpo mortal, sometiéndoos a sus deseos; no pongáis vuestros miembros al servicio del pecado, como instrumentos de injusticia; antes bien, ofreceos a Dios como quienes han vuelto a la vida desde la muerte, y poned vuestros miembros al servicio de Dios, como instrumentos de la justicia” (Rom. 6,4-6.11-13).
Sí. Estamos convencidos de ello, Cristo verdaderamente ha resucitado y el poder de su resurrección está operante en quienes confiamos en Él. Realmente, el bautismo realiza en nuestra vida una transformación profunda, ontológica. Jesús mismo lo llama “nuevo nacimiento”. Gracias a ello podemos andar en una vida nueva, pues, “por Cristo, con Él y en Él”, venciendo en nosotros el pecado, como quienes han vuelto de la muerte a la vida, el bautismo nos convierte en criaturas nuevas e instrumentos de Dios para el bien. Y eso se nota allí donde pecado es vencido en un corazón que acoge el perdón, allí donde la desesperación y la angustia encuentran una pequeña luz de amor, allí donde el dolor es aliviado, las lágrimas son enjugadas y la soledad del enfermo encuentra compañía.
El poder de la resurrección de Cristo se manifiesta allí donde, quien para nosotros es un extraño se convierte en hermano, allí donde llega la paz al corazón y a las relaciones humanas, allí donde el débil es consolado y fortalecido, allí donde alguien que está a próximo a morir es acompañado por el afecto de los demás y se abandona en manos de Dios, allí donde alguien generosamente pierde su tiempo y sus bienes para ayudar a los demás.
En último término, la prueba de que hemos sido tocados por el “poder de la resurrección” aparece expresada en estas palabras de la primera carta de San Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn. 3,14). El que no ama, el que provoca iras y divisiones, es que no ha dejado entrar a Dios en su vida.
En efecto, muchos tenemos la experiencia de que, donde se manifiesta el amor y la unidad, allí está activo el poder Dios manifestado en Cristo, que es la fuente de todo bien. Y así podemos ver que, gracias a él, en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, los ánimos se disponen a la reconciliación. Que, gracias a su acción vivificadora en los corazones de los hombres, los enemigos vuelven a la amistad, los adversarios se dan la mano y los pueblos buscan la concordia.
Que Él, con su acción invisible pero eficaz, consigue que el amor venza al odio, la venganza deje paso a la indulgencia, y la discordia se convierta en amor mutuo (cf. Plegaria Reconciliación II).
Sin duda, en Cristo, Dios cumple aquella promesa que hizo por medio del profeta Isaías: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is. 43,18). San Pablo, que lo experimentado en su propia vida, lo tiene claro: «Quien está
en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2Cor. 5,17). Con toda razón la Iglesia proclama «es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» (Sal. 117,23). San Pablo, que inicialmente era contrario a Cristo, cuando se encontró con Él, lo conoció a fondo y se adhirió a su persona, decía: «Todo aquel que cree en él, no será defraudado» (Rom. 10,11). Así pasa con cualquier persona, Jesús Resucitado vive para siempre y quiere entrar en nuestra vida. No como alguien del pasado al que recordamos como a cualquier otro personaje histórico. No. Él
cumple su promesa y está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo y quiere entrar en relación personal con cada ser humano.
Él se hace el encontradizo, se muestra de mil maneras, incluso a quienes no se interesan por Él. Ante esta presencia suya cabe, sí, la incredulidad o la indiferencia, incluso el rechazo, pero cabe también el acogerlo como se acoge a un amigo, con confianza. También, quienes ya lo hemos
acogido y creemos en Él, estamos llamados a abrirle aún más nuestro corazón. Con todo realismo y humildad debemos decir como San Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por
Cristo Jesús» (Filp. 3,12).
¡Creer en Él es la vida plena y verdadera! Por eso, si hasta ahora hemos estado lejos de Cristo, demos un pequeño paso, Él está esperando y nos acogerá con los brazos abiertos. Si no nos interesamos por Él, intentemos buscarlo y conocerlo, seguro que no quedaremos decepcionados. Si nos parece difícil seguirlo, no tengamos miedo, confiemos en él, tengamos la seguridad de que él está cerca de nosotros, está con cada uno, y nos dará la paz que buscamos y la fuerza para vivir una vida nueva a su imagen y semejanza.
Con palabras de Benedicto XVI, al comienzo de su pontificado, les digo, «hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de mi vida personal, decir a todos vosotros: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida».
Sí. Hermanos, amigos y amigas: ¡Cristo ha resucitado! No tengamos miedo. Él es nuestra fuerza, nuestra alegría, nuestro futuro. ¡Felicidades!
¡Que la paz y la alegría de la Pascua inunden el corazón de todos!
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense